Un hombre recorre las calles de un barrio habanero con un cerdo gigantesco, que lo sigue como si fuese un perro o su hijo menor. El animal, de piel blanquecina, es un semental, dueño de unos cojones enormes y valiosos. Mientras pasean, el hombre y el cerdo parecen igualmente felices, orgullosos: el hombre sabe que de la incursión de esa tarde sacará un buen dinero y el cerdo –el instrumento por el que el hombre llegará al dinero– sabe que va a copular, como siempre que lo sacan de paseo. En un charco fangoso que encuentra en su camino, el animal decide refrescarse a su manera de los calores cubanos: se revuelca en el fango, gruñe satisfecho, mea y caga de paso. El hombre, también satisfecho, sonríe con su maltratado tabaco en la boca, casi gruñe, arrobado, y se saca un moco que se limpia en el pantalón: es un ser complacido, casi envidioso de la dicha del animal. No resulta muy difícil descubrir que físicamente el hombre y su cerdo se parecen. Y si uno es muy observador podrá descubrir incluso que hombre y animal se asemejan también de formas más profundas, diríase (con mucho esfuerzo) que espirituales. O, mejor, instintivas.

fabelo-chicharron-oleo_sobre_lienzo-200x230-2012Chicharon, 2014

Junto al hombre y el cerdo pasan y los miran –mejor, los admiran– otro hombre que entrena a su perro de pelea, un cotizado animal de la raza Stamford. El hombre pedalea una bicicleta y el perro, atado a una cadena, trota junto a su dueño sobre el pavimento hirviente, como cada día en que debe cumplir su entrenamiento. El hombre y el perro siguen de largo, aumentan la velocidad del pedaleo y el trote respectivos, disfrutan la sensación de percibir cómo sus músculos se endurecen y ambos se hacen más aptos para los combates de la vida, los que se resuelven a dentelladas. El hombre y el perro viven de las peleas en las que participa el segundo y, los dos, del dinero que el hombre –gracias al perro– obtiene de las apuestas y las muertes de otros semejantes. El hombre y el perro, curiosamente, son ambos mofletudos, tienen los ojos redondos y taimados, las orejas pequeñas y pegadas al cráneo, pero comparten además expresiones más recónditas, diríase (siempre con esfuerzo) que espirituales. O definitivamente instintivas.

fabelo-mejor_amigo-oleo_sobre_lienzo-230x220-2012Mejor amigo, 2012

Cerca de estos cuatro personajes pasa un carretón tirado por un caballo. El animal arrastra con sus últimas fuerzas una pesada carga, que incluye al hombre que es su dueño más dos amigos, todos descamisados, muy entrenados en escupir hacia la calle gargajos que cubren largas distancias, y por supuesto, van armados con una botella de ron que se pasan de mano en mano y de la que beben directamente esa mezcla de alcohol y saliva. Gracias a ese caballo, que en el mercado cubano se cotiza en unos quince mil pesos, su propietario se gana la vida transportando cosas y gentes. Pero el dueño, que siempre lleva las riendas, golpea una y otra vez con el látigo el lomo del animal de donde ya brotan gotas de sangre y un sudor espumoso. El rostro del caballo y el de su dueño no se parecen: el del hombre, mal afeitado, agrietado por el sol, tiene una expresión nublada por el alcohol bebido; el del caballo es la revelación del agotamiento, el dolor, la resignación. Pero el hombre y el caballo sí huelen igual: a sudor, a mierda, a una frustración que sus pobres cerebros apenas pueden racionalizar, pero que igualmente sufren. De la boca de uno y otro corre un hilo de baba.

Los hombres, con sus cerdos, perros y caballos, o con sus gallos de lidia preparados para sus combates, o con carneros que serán degollados, palomas que se sacrificarán en un altar, se mueven por la ciudad, forman parte de su paisaje cotidiano, y tanto que muy pocas personas sienten que algo demasiado animal hay en las actitudes y relaciones de esos hombres que conviven con sus animales, los exprimen, y al mismo tiempo se confunden con ellos, incluso espiritualmente.

Menos visible, pero no menos cotidiano, es ese otro hombre que, desde una azotea o una ventana, se asoma a la ciudad. El individuo, que se rasca los huevos con rigor y alevosía, está molesto, o un poco menos molesto que hace unos minutos, y la causa de la leve mejoría en su estado de ánimo se debe a que acaba de descargar parte de su mal humor y sus frustraciones en la mujer –su mujer– a la que ha propinado una golpiza hasta sacarle sangre, como al caballo que recibía los latigazos o el perro al que se le ampollaban las patas luego de la larga caminata. La mujer, por su parte, con un labio deformado, todavía sangrante, y un ojo amoratado, llora en la cocina de su casa, pero lo hace por los efectos químicos provocados por las emanaciones de la cebolla que está troceando y con la cual aderezará la comida que le prepara a su marido –su hombre–, el mismo que la ha golpeado brutalmente, no importa por qué. La mujer tiene en su cara una expresión que mucho puede recordar la del carnero que poco antes pasó frente a su casa, camino al degüello. Y, por añadidura, carga con un sentimiento de culpa: seguramente fue ella, con sus torpezas y descuidos, quien provocó la ira de su hombre.

fabelo-destino_de_los_carneros-oleo_sobre_lienzoDestino de los carneros, 2012

Ese hombre asomado a la ventana o a la azotea, que había quedado con deseos de salir a la calle para golpear más, empieza a olvidar el incidente, primero porque no tiene mayor importancia, luego porque, del otro lado de la calle, en plena acera, unos vecinos bailan al ritmo de un reguetón que se escucha en todo el barrio, remueve paredes y cimientos. El hombre también comienza a moverse con la música, no lo puede evitar, es algo más fuerte que él, telúrico, ingobernable. Los vecinos que bailan en la acera, por su parte, se mueven con movimientos símicos –no sísmicos, sino símicos–, y entre hombres y mujeres, la mayoría muy jóvenes e incluso algunos niños, hacen piruetas y dan golpes de cadera claramente sexuales, se restriegan entre sí, como si fueran una manada de orangutanes en celo.

Por la calle que separa a los que bailan símicamente y al hombre y la mujer golpeador y golpeada, pasa en algún momento, en cualquier momento, un ómnibus repleto del que salen otro poco más de música pero, sobre todo, alaridos e insultos. Desde hace cinco, siete, diez minutos, a bordo de esa guagua en la que se concentran el vaho ácido del grajo y la peste pegajosa de la suciedad y la miseria, se está produciendo una pelea en la que todos golpean a todos, todos le gritan a todos, como si fuese un ejercicio de liberación de tensiones, frustraciones, iras, odios acumulados y que, al menor pretexto, han encontrado una vía violenta de manifestación y expulsión hacia fuera: del mismo modo en que expresaría sus desacuerdos caninos una jauría de perros, o unos chacales hambrientos o en celo. Como animales...

La manifestación de los instintos más primitivos de todos esos habitantes de la ciudad, la cercanía física y espiritual entre los hombres y sus animales, en la que se confunden o se pierden las diferencias, es una manifestación cotidiana, tan cotidiana que casi se torna invisible o difícilmente perceptible. En la selva imperan las leyes de la selva, y con esos códigos se organiza la convivencia en las entrañas turbias, enmarañadas, salvajes de ese medio. Ese medio es la Cuba en que hemos confluido hombres, animales y seres antropomórficos con los genes morales e intelectuales en proceso de mutación.

Roberto Fabelo, cargado con sus armas, testimonia una realidad extendida. Desde hace años –diría que muchos años– las imágenes de seres humanos con alteraciones zoo- mórficas recorren su trabajo de pintor, dibujante, escultor y grabador. Algunas veces Fabelo ve la parte amable de la cercanía o conjunción de hombres y animales, como lo revelan esas sirenas lánguidas o ensimismadas que ha creado, las mujeres aladas de carnes oscuras y abundantes, las caracolas que, como cascos posibles, coronan la testa de ciertas ninfas o musas, los hombres-unicornio desapasionados que reposan en telas o papeles, con las miradas perdidas en la nada, o más allá de la nada. Todos seres marcadamente tristes, sin expectativas, resignados a su destino de imágenes oníricas o deseadas.

fabelo-persistencia_del_animal-oleo_sobre_lienzo-235x200-2012Persistencia del animal, 2012

Desde hace otros años, estos más cercanos, esa pasión por la vecindad del hombre a su naturaleza más animal ha ido cobrando dimensiones obsesivas en la obra del artista, y han dado un paso decisivo hacia el ambiente al cual perte- necen. Los que en un momento fueron rasgos externos han emprendido el viaje de la interiorización espiritual, donde confluyen las características de las especies y se confunden fronteras.

Los hombres cucaracha que un día de 2009 aparecieron escalando las paredes de un museo habanero, con expresiones hieráticas y amenazadoras, como si quisieran tomar la fortaleza de la belleza y apropiarse de ella para trocar su destino, fueron una clara advertencia de que la estética y las preocupaciones humanas y sociales del artista habían empezado a bajar hacia el pozo de las esencias más perturbadoras.

fabelo-sobrevivientes-instalacion-ddvv-2009Sobrevivientes, 2009

El camino tomado por Fabelo, hombre consecuente con su estética y sus búsquedas, no podía conducirlo a otro sitio que a la explosión grotesca y alarmante visible en las grandes telas que componen el cuerpo fundamental y más cercano a No somos animales, la muestra con la cual el pintor ha cerrado, en una galería habanera, el trabajo del año 2012.

El artista cubano que vive y crea en Cuba no tiene la opción de la torre de marfil, a menos que la torre solo sea de yeso con pretensiones marfiladas, es decir, falsa y endeble. Vivir en Cuba implica, forzosamente, la necesidad de asomarse a (y contaminarse con) un universo social y humano que atraviesa las paredes y lo persigue en casi todos los actos y decisiones de su vida artística y cotidiana. Ante tal circunstancia puede haber dos opciones: cerrar los ojos y pretender no enterarse de las proporciones del caos y la degradación, evadirse de él y hasta sustentar esa evasión con la palabra oportuna y la obra hueca; o la alternativa más honesta y comprometida con la verdad de mirar de frente al contexto y dialogar con él, para sumergirse entonces en los heredianos “horrores del mundo moral”.

La opción de Fabelo ha sido la de ese diálogo doloroso. Con un lenguaje pictórico que toma recursos y modos del expresionismo, del surrealismo y hasta de las viejas escuelas artísticas –sus retablos son retratos de grupo de resonancias holandesas; sus personajes pueden ser emanaciones de imaginerías del Bosco, Durero o Goya–, con una forma representativa barroquizante pero que prescinde de la alharaca contextual del barroco para centrarse en una esencia, y, sobre todo, con un afán de participación capaz de revelar la existencia de una conciencia de la responsabilidad ética y ciudadana de un artista, Fabelo se ha sentado a conversar con su tiempo y contexto, para captar desde su sensibilidad, estilo y maestría, las evidencias de una degradación social y humana envolventes e inquietantes, en la que los códigos aceptados de la belleza parecen ya no tener lugar.

El arte es, se sabe, esencialmente, sintético y connotativo. En su espacio limitado –una novela, un cuadro, un poema o una fotografía–, la obra resume y detiene un mundo, una historia, un sentimiento, para expresarlo en un ejercicio de concentración que afecta la sensibilidad y el intelecto. El arte de Fabelo es todo lo dicho anteriormente –que resulta suficiente, casi mucho–, pero también, algo más: es premonición o advertencia, esa cualidad extrema que consigue distinguir el arte del gran arte.

Las cinco cabezas de gran formato especialmente creadas para No somos animales, aparecen acompañadas en el espacio de exhibición por una serie de apuntes, esbozos y varios dibujos que se remontan incluso al año 1997, y en su consecuencia y perseverancia revelan los derroteros de una búsqueda y, a la vez, la eclosión de una preocupación obsesiva. Si en apuntes y dibujos Fabelo, valiéndose de la figuración que lo distingue y personaliza, entra en lo grotesco como forma de expresar esa cercanía terrible y galopante del hombre hacia lo más animal de su condición, en las grandes telas, hechas ayer mismo, suelta amarras para clamar por la existencia de una patente deshumanización que cada día nos toca las puertas y recorre las calles de las ciudades. En el espacio artístico el creador nos enfrenta a hombres con rasgos de perros de pelea, actitudes de cerdos sementales, fiebres de caballos maltratados, sumisiones de carneros que serán degollados. Pero a la vez pretende más, mucho más, pues si fuera posible decirlo, Fabelo se propone agredir nuestras conciencias mostrándonos que vivimos en una lamentable cercanía física y moral con esos animales identificables por su nombre, dos apellidos y estados civiles y jurídicos.

La cabeza del hombre-cerdo, del perro-humano, la testa degollada y servida –con reminiscencias de las clásicas decapitaciones de Holofernes–, los ojos sin mirada del hombre-sapo, la brutalidad expelida por la Persistencia del animal que da nombre a un cuadro pero recorre el conjunto, constituye un grito de repulsión y, a la vez, de alarma y conmiseración hacia una humanidad que se degrada en su pérdida de valores, en su exaltación de lo frenético, en la extensión de lo primario y lo selvático, personajes propios de un mundo en el que vive el artista y, querámoslo o no, el resto de sus contemporáneos compatriotas.

Sapingo, óleo sobre lienzo, 230 x 200 cm, 2012.Sapingo, 2009

En una época en la que la levedad, los artificios, el entretenimiento fácil y narcótico se adueñan de los medios, las editoriales, las galerías y todos los mecanismos de embrutecimiento que padecemos, la propuesta de Roberto Fabelo resuena como una bofetada. Quizás el mercado, más amante de lo fácil y de lo epatante por lo epatante, de un gusto vacuo que pretende darnos gato por liebre (o mierda por arte), no reaccione con demasiado entusiasmo hacia revulsiones como estas. Fabelo lo sabe y asume el riesgo. Pero el riesgo es también un componente del ejercicio del arte verdadero. Y asumir los riesgos estéticos, comerciales y hasta políticos, constituye una postura cívica y ética cuando se pretende, desde la creación artística, señalar una realidad y llevarla a los extremos para, mientras el creador nos la restriega en el rostro, hacerla más visible y entregarle más consistencia en su camino hacia las conciencias de quienes integran y viven esa realidad.

Leonardo Padura.
Mantilla, noviembre de 2012.