“Fabelo tiene lo que Baudelaire llamaba: El prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, que es el signo del genio imaginativo moderno”
Donald Kuspit


Una obra de artes visuales siempre es una promesa. La promesa de extraviarnos en su contemplación, ya sea buscando ideas, razones o simplemente el placer de su degustación. Confío en que diré algo ahora que, más que perogrullesco, es de universal aceptación: apreciar una obra de Roberto Fabelo es un auténtico acontecimiento estético. Su virtuosismo, ya sea en el dibujo, grabado, pintura, escultura o en instalaciones ha calado en el gusto de sus admiradores dentro y fuera de la isla. Y es que el artista ha fundado una mirada sobre la base de combinar la belleza de las formas con lo oscuro y enigmático de su simbología.

Cuando se repasa de conjunto la obra de Fabelo nos encontramos con varias etapas, que la crítica ha sentado como un referente para su estudio, incluso hay críticos que han señalado la presencia de varios Fabelos, una maximización de dicha forma de periodizar su trabajo. Pudiera ser, no lo discuto, pero opto por señalar a un artista de una unicidad y coherencia solo modificadas, momentáneamente, por su perseverante vocación de experimentador con los signos y los volúmenes, un creador al que no le es posible asociarse a una sola forma de revelar su arte, en fin, un artista poliédrico, diverso, plural.

Fabelo es capaz de convertir lo racional en pesadilla, a partir de un pensamiento bien estructurado en el que lo señalado por Baudelaire (citado en el epígrafe) es naturaleza. En su obra más reciente, consistente en dibujos sobre páginas de un libro de Anatomía, Fabelo’s Anatomy,  la audacia creativa del artista llegó a extremos insospechados. Desechando la tela y la cartulina en blanco, la piedra de grabar, el masonite o el fondo de una olla, su maestría en el dibujo se materializó en recrear las ilustraciones del tratado anatómico, lo que  dio como resultado una  serie provocadora, desafiante, irracional y a la vez plena de una belleza subyugante, como lo es su obra toda, reforzando el enigma de sí mismo y creando un nuevo ámbito en el que se cruzan y entrecruzan estéticas, la historia del arte, la fabulación más desmelenada y el buen oficio del experimentado trazador de líneas. Observo, de pasada, que ya en México, en 1987,  y recogida en uno de sus primeros libros, Roberto Fabelo, de 1994,  aparece una obra dibujada con bolígrafo sobre un libro de anatomía, lo que nos habla de que el artista logró con los años actualizar una vieja idea.

Está en lo cierto Stuart A. Ashman, citado por Peter Clothier en la introducción al catálogo de la galería Couturier en California, cuando afirma que esas imágenes contienen referencias a “La Divina Comedia de Dante, al realismo mágico de García Márquez, un toque de Bosch, al dibujo lineal de los maestros holandeses y flamencos y al alma de Rembrandt”. Quizá faltaron en esa evocación de referencias Goya y Durero, El Bosco y Daumier y, desde luego, nuestra Antonia Eiriz. Lo cierto es que la maestría fabeliana resulta una sunma de otros maestros de la historia del arte pasados por el tamiz de su talento  y cultura.

Las cabezas en su obra, otro de sus motivos más recurrentes, nos hablan de la soledad interior del ser humano, de sus tormentos, el hombre extraviado en un presente que puede ser muy adverso e incluso atrozmente angustiosos. Son las cabezas de la desolación y el dolor. Mucho de autorreferencial hay en esas testas. El Yo que ellas representan son un grito silencioso, sin palabras, el mismo de Edward Munch.

Hasta el inicio del presente siglo Fabelo era considerado básicamente un excelso dibujante. Sin embargo, en el arco de tiempo marcado por los años 2002 y 2010, ocurrió una transformación fundamental en su itinerario creativo. Vale la pena repasarla a vuelo de pájaro. Entre las muestras Un poco de mí (2003), Mundos (2005) y Sobrevivientes (2008-9), todas realizadas en los espacios del Museo Nacional de Bellas Artes, se produjo la epifanía, el punto de inflexión.

En la primera, coexistieron varias exposiciones, como no fue difícil advertir. El artista sintió la necesidad de mostrar una serie de variantes y recursos que habían formado parte hasta ese momento de su ideario creativo y producir un instante crítico, de transición o incluso de ruptura. La tentativa colateral fue desafiar al espectador por medios más metafóricos o sugerentes, incluso se le reprochó por algunos amigos el abandono del dibujo y de la pintura, y se le criticó, absurdamente, por tratar de ser un “artista conceptual”. Obviamente ya lo era, o mejor, siempre lo había sido desde el dibujo y la acuarela.

Fabelo pretendió un cambio radical y esta muestra fue el comienzo. Sintió que rompía con algunas ataduras, la de prescindir de la figura humana fue quizá la más importante; la otra, exhibir sin la dependencia absoluta del dibujo, una más, el abordaje de temas sociales de índole local y universal, un comienzo que le reportó la satisfacción adicional de la renovación y la de avanzar entre dudas e incertidumbres con paso seguro. Fue como el salto hacia delante, un desplazamiento que permitió tomarle el pulso a una mutación en la que, como expresó en aquel momento Nelson Herrera Ysla, sus líneas principales giraban en torno a “una relación orgánica y más fluida entre asuntos, técnicas y soportes, en el diálogo fructífero entre las dos y las tres dimensiones, en una relectura y apropiación tardía del pop art, en un delicado sentido del humor y en la exteriorización connotada de un sentido barroco de la creación apenas advertido con anterioridad”.  Fabelo se pronunció abiertamente sobre temáticas de índole política y sociológica, con lo que daba respuesta a ciertos juicios críticos sobre su distanciamiento de esos debates. Por otra parte, corrió su atención hacia el status del objeto, una acción típicamente duchampiana en su origen y naturaleza fenomenológica, pues Un poco de mi constituyó toda una exploración plástica alrededor del concepto objeto en la historia del arte.

Vino a continuación Mundos, temáticamente mucho más ambiciosa, en la que se expresó a través del simbolismo de cinco grandes esferas recubiertas por huesos, casquillos de municiones de armas, cubiertos y utensilios de cocina, insectos y carbón, es decir, las parábolas de realidades terribles y cercanas que aquejan a la humanidad entera: el hambre, la guerra, la muerte, el hombre como depredador del medio ambiente, en fin, cinco orbes que representaban, como el mismo ratificó, el sentido cruel y violento de este planeta que habitamos. Aquí, al igual que sucedía con el dibujo, pero ahora con las instalaciones, la muestra sugestionó a los públicos y el artista venció la prueba.

Con Sobrevivientes ganó el artista, todavía más, una sensible empatía con sus seguidores, que son incontables, los que dieron una entusiasta recepción a los gigantescos insectos con cabezas humanas trepando por la fachada del Museo Nacional de Bellas Artes. Aquello fue una fiesta. Múltiples han sido las interpretaciones escritas sobre esta instalación, pero lo importante, a mi juicio, era el reforzamiento de la perspectiva kafkiana del artista sobre el mundo que habitamos. Debo precisar algo, lo relativo a Kafka no reside solo en lo alegórico a las cucarachas con rostros humanoides, una obviedad, sino en algo más cardinal, la relación perversa entre el hombre  común y su subordinación al poder. El rebaño y el poder. En este punto, advierto cierto matiz anarquizante en la obra fabeliana, un aspecto, por cierto, poco abordado por la crítica hasta la fecha. Como sea, el artista retomó un tema que provenía de sus lecturas de la adolescencia, pues Kafka fue de sus autores de cabecera en la temprana juventud.

Alguna crítica, una ínfima minoría, digamos, señaló cierta elementalidad en la alegoría que signaban las instalaciones, es decir, entre significado y significante, pero eso no pasó de ser una lectura apresurada y simple de las exposiciones mencionadas. En el fondo, en estas tres muestras existió una profunda reflexión sobre problemas a los cuales el arte cubano no había dado, hasta ese instante, la debida atención.

Creador de seres contrahechos, faunos, insectos humanoides, cerdos grotescos, un bestiario multiforme y, al mismo tiempo, de delicadas sirenas, dulces y hermosas doncellas de cuerpos voluptuosos, es decir, lo opuesto, el imaginario del artista pretende una representación de totalidad del hombre y sus sueños. Otros grandes creadores poblaron sus lienzos y papeles con monstruos: Bacon, Brueghel (el Viejo), Dubuffet, José Luis Cuevas; pero el bestiario de nuestro artista es diferente, es ingenuo, retozón, burlesco más que cruel, no hay violencia en él; es un artista que obedece a los impulsos y sentidos del alma y el corazón, y que, como el flautista de Hamelin, convoca a sus fantásticos seres a seguirlo en su andadura por el arte.

Toda la obra de este extraordinario artista puede ser leída como una vasta metáfora existencial, la relación del hombre con la vida a escala universal. Fabelo parece gritarnos que la humanidad necesita de sueños delirantes que la estremezcan y despierten de la realidad pesadillesca en la que vive aletargada. La humanidad puede seguir habitando un círculo del infierno o, en su defecto, construir una sociedad plural, ecuménica y armónica en la que reine la concordia más utópica posible. Para ello se vale de los códigos del arte. Como en su tiempo estuvo obsesionado Novalis, Fabelo, siglos después, intenta lograr la representación de lo irrepresentable, ver lo inevitable, tocar y percibir lo impalpable, lo que queda oculto para las grandes mayorías.

Desde los cardinales Fragmentos vitales (1984), que lo elevaron a la categoría de maestro, los Pequeños Teatros, que delinearon su iconografía primera, pasando por sus atormentadas cabezas, hasta las imágenes zoomórficas que tuvieron en su reciente Anatomía de Fabelo, una suerte de clímax, pasando por la etapa analizada de instalaciones, objetos y esculturas, el itinerario de su obra es una vasta parábola que ocupa desde hace años un lugar prominente en la historia del arte insular.

Su sensibilidad inteligente y culta, más su ávida imaginación, y el ya mencionado virtuosismo, le han permitido semejante empresa. Inicialmente hechizado por las obras de otros artistas, cuando visitó por primera vez el Museo de Bellas Artes, siendo un niño proveniente del Guaímaro natal, pasó después Fabelo a ser un hechicero consumado (a veces víctima de sus propios encantamientos). Su arte, repasado aceleradamente en este texto de principio a fin, es la audaz probabilidad de la razón revestida de su opuesto, lo irracional. Es un humanista, un gestor de signos de dimensión babélica, pues su inframundo o trasmundo, grotesco y avérnico, no es otra cosa que la apuesta de Fabelo por conformar una peculiar utopía, la suya propia, probablemente su mejor legado.

Rafael Acosta de Arriba,
La Habana octubre de 2016.